Militarizar…

Militarizar los conflictos sociales
por: Raúl Zibechi Brecha

La intransigencia guerrista de la superpotencia, que apuesta a militarizar las sociedades latinoamricanas, puede ser frenada medinate la acción convergente de las sociedades civiles y los gobiernos que apuestan a un mundo multipolar.

Bolivia como Colombia
El escenario se va perfilando cada vez con mayor claridad: Colombia es el modelo de Estados Unidos para toda América Latina. Polarización social y política, desgarro del tejido social, creación de un enemigo (real, inventado o simplemente imaginado) y luego instalación de un escenario de guerra que abra las puertas a la militarización del país.

Son las excusas ideales para el despliegue de asesores y cuerpos de elite, y para la instalación de un rosario de bases militares que atenazan al continente de norte a sur llamadas a modificar la relación de fuerzas en la región.

Nuevos aliados
La caida del socialismo real que modeló el actual mundo unipolar generó un profundo reacomodo en las alianzas regionales de la superpotencia.

Luego de algunos amagues, idas y venidas que jalonaron las transiciones democráticas de los ochenta, se va conformando la nueva doctrina imperial: los actuales ajustes implementados bajo la presión del Fondo Monetario Internacional persiguen la polarización económica, social y política, instalando una suerte de tierra arrasada, caldo de cultivo de una guerra social larvada que deriva fácilmente en guerra a secas.

Las calles de La Paz Bolvia, donde en febrero murieron 35 personas, mientras los responsables del FMI monitoreaban desde el Sheraton la aplicación del «impuestazo» contra el que se habían alzado al unísono obreros y desocupados, cholas y policias, son la mejor imagen de la política en curso.

La Paz, Buenos Aires o Asunción
Quien dice La Paz, puede decir Buenos Aires, Arequipa, Asunción o Quito. Y si se quiere, puede sumarse Caracas, pese a las peculiaridades y diferencias del proceso venezolano.

El panorama tiende, sospechosamente, a parecerse de un extremo a otro del continente, con la puntual excepción de Brasil (y se dirá también Cuba, con razón), donde el gobierno petista intenta ensayar una política que desentona con los designios de Washington y el Pentágono.

Gracias a Joseph Stiglitz, Nobel de Economía y ex vicepresidente del Banco Mundial, sabemos que los organismos financieros internacionales calculan, a la hora de diseñar las medidas económicas que imponen a cada país, tanto los costos sociales como los políticos. Prevén, incluso, las reacciones populares, en lo que puede calificarse como una verdadera ingeniería de guerra integral.

Colombia
Veamos el caso colombiano. En 1981 habia 25 mil hectáreas cultivadas de marihuana y coca. En 2001, luego de una década de fumigaciones para erradicar los cultivos, sólo los de coca ascendian a 120 mil hectáreas. En 1990 la producción de heroína era insignificante. Hoy supera a México como principal abastecedor.

Aunque no se consiguió frenar los cultivos y la producción de coca, el Pentágono consiguió imponer la política de fumigaciones aéreas, que generan honda convulsión social, enferman a las poblaciones y producen un daño ecológico irreparable.

La fumigación es una política de guerra, y es con esa vara con que debe medirse el éxito o el fracaso de la política estadounidense, y no con la cuantificación de la producción y de los cultivos. Así las cosas, el principal éxito es haber polarizado a la sociedad colombiana, impedido y bloqueado todas las iniciativas de paz y elevado al rango de presidente a un hombre de los paramilitares.

Y es que la política de los escuadrones y de los ejércitos irregulares recuérdese Nicaragua y el Irangate es la verdadera opción de la administración de George W Bush, entendida como la mejor forma de contener la rebelión social que sus políticas promueven.

Bolivia
El caso boliviano, otro paradigma de la política de la superpotencia, ilustra claramente este aspecto, En 1985 Bolivia fue el precursor de los ajustes estructurales. Los recortes se cebaron en la industria minera, no por incompetente sino porque allí se había hecho fuerte el proletariado minero, el más consciente y combativo de América Latina, que desde la revolución de 1952 se convirtió en el principal obstáculo a la voracidad de las elites criollas y de los capitales trasnacionales.

Dispersados por el cierre de las minas, muchos ex obreros se trasladaron al trópico del Chapare, donde se convirtieron en campesinos. La potencia del movimiento indígena-campesino que emergió en los ochenta, activó las políticas de erradicación forzosa de los cultivos de coca con los que sobreviven regiones enteras del país.

Pero una política tan impopular no podía ser implementada por las buenas, por más que los movimientos sociales bolivianos se empeñaron en demostrar que son ajenos a la elaboración de cocaina y que están dispuestos a aceptar una reducción de los cultivos.

La respuesta fue idéntica a la que se practica ahora en Colombia: intervención directa de tropas de elite estadounidenses, cuya embajada decide las políticas oficiales, dicta quién puede ser elegido presidente y quién no y, sobre todo, protege celosamente a los grandes narcotraficantes, algunos de los cuales ocuparon la presidencia del país luego de sangrientos golpes de Estado.

Desintegración nacional
Ciertamente, la desintegración nacional que provocan las políticas del FMI y el Pentágono dos caras de la misma moneda, amalgamada en base a subordinación y dominio arrastra a las principales instituciones de cada país.

No sólo pierden peso y significado los parlamentos y los municipios, sino también los gobiernos y hasta los cuerpos de seguridad del Estado, como sucede con la policia boliviana. Esta segunda sublevación policial en poco más de dos años parece indicar como lo hizo en su momento la fractura del ejército ecuatoriano que el conjunto de las instituciones nacionales del continente iniciaron un declive imparable.

El ejército argentino, que no puede zafar del lodazal al que lo llevaron los genocidas es, junto a la corruptísima policia bonaerense, quizá el mejor paradigma de la desintegración de instituciones que hasta hace poco parecian sólidas.

Lo más significativo, empero, es que no se trata de accidentes ni de fracasos, sino de «daños colaterales», como los designan los estrategas neoliberales.

Son las consecuencias de una política cuidadosamente planificada: la destrucción nacional abre las rendijas para la intervención directa de otras instituciones, globales o imperiales, que ya están dipuestas a sustituir las funciones de los decadentes estados criollos.

No puede olvidarse que aún permanece vigente la propuesta de que sea un organismo financiero internacional el encargado de abonar directamente los subsidios de los desocupados argentinos.

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