Pueblos originarios frente al Bicentenario argentino
    Ajenos en su tierra

Emiliano Bertoglio: katari.org
Numerosas voces siguieron silenciadas y ausentes tras mayo de 1810, fecha considerada como el nacimiento de la libertad argentina. La conformación de gobierno emergente entonces, asentada en los principios de la modernidad capitalista-europea, se transformó en mecanismo posibilitador del proyecto político y económico de las incipientes élites locales. Este nuevo poder, y la herencia histórica que él dejaría, se erigieron tanto al margen como marginando a los pueblos originario de esta tierra.

LiberaciónEl 25 de mayo se conmemoran doscientos años de la liberación rioplatense respecto del gobierno español. En la antesala de esta fiesta patria no faltan las convocatorias oficiales, las palabras del clásico relato escolar, las felicitaciones publicitarias de entidades privadas, las reivindicaciones de poderosos sectores de productores.

Todas se refieren pletóricas al naturalizado valor de la Nación, celebrando su origen. Como si el surgimiento de lo que hoy conocemos como Argentina hubiese sido un tránsito revolucionario hacia la autonomía plena, legítima, popular, “federal”, plural e inclusiva, definitiva.

Sin embargo, en aquel comienzo de siglo XIX, los nuevos Estados de América Latina se conformaron bajo la influencia de los parámetros de pensamiento europeos, y, por tanto, europeizantes.

Mucho antes de que españoles e italianos vinieran a las tierras argentinas a hacer la América, ya los gobiernos “criollos” se habían esforzado duramente para comenzar a hacer la Europa.

A la élite local decimonónica le interesó la civilización de las cercanas extensiones de la pampa húmeda. El inicial sueño radicalmente emancipador de 1810 fue siendo relegado por quienes canalizaron sus intereses de conjunto aristocrático. Así, Buenos Aires, la “cuna de la libertad”, se va a ir replegando sobre sí misma, concentrándose sobre la geografía productiva y desprendiéndose deliberadamente de las regiones más alejadas a ella.

Lo que la pelea por la organización del espacio representa es la dicotomía entre civilización y barbarie, como bien explica Jauretche. La materialización del nuevo proyecto supone la disputa por erigir como superior a su ideal de hombre blanco, occidental, cristiano, “educado”, devoto de los preceptos del progreso y la propiedad privada- frente a su opuesto, el americano bárbaro, “salvaje”, pecador pagano, desconocedor de los valores supremos de la Humanidad.

De esta manera, “Los pueblos originarios, los afro-americanos y mestizos continuaron sometidos a la servidumbre y a la esclavitud aún después de la independencia. Así, la colonialidad del saber y del poder sobrevivió al fin del colonialismo” .
¿Dónde podía quedar la propuesta de Belgrano, para quien el gobierno de esta tierra liberada debía recaer en un descendiente del desarticulado imperio incaico ?

Paralelamente a las luchas por las autodeterminaciones latinoamericanas los florecientes gobiernos fueron imponiendo las fronteras nacionales. Las independencias en el continente se tradujeron como la delimitación de nuevas territorialidades, espacios de poder escindidos del resto y que con el tiempo se naturalizarían como lógicas. Estas conformaciones rompieron con las posibilidades de conformar el bloque pan-americano que imaginaban San Martín, Bolívar, Belgrano, entre otros.

“Casi todas las sociedades precolombinas fueron cercenadas mediante la imposición de fronteras que luego, poco a poco, fueron siendo asimiladas como delimitadoras de las consciencias e identidades nacionales” .

En cada momento de su historia, el plan mono cultural del Estado argentino apeló a la herramienta de la asimilación de lo originario. Asimilación: igualar a lo propio, anulación, des-concientización a través de leyes gubernamentales, de la escuela, la iglesia, tecnologías y centros sanitarios modernos y, finalmente, de los medios masivos de comunicación.

Tanto el sur como el norte del país, aunque no pudieran contribuir por sus condiciones físico-geográficas al modelo agro-exportador, igual debían ser equiparados en sus variables socio-culturales a la matriz homogénea nacional.

El proceso se completa a lo largo del siglo XX con la estrategia de las clases gobernantes de poblar el suelo productivo con inmigrantes. Es que las sucesivas oleadas poblacionales traían en sus brazos el trabajo purificador, sustentado en los legítimos principios morales de la civilización.

Recién en los últimos años tras dos siglos de negaciones, ocultamientos y persecuciones el Estado ha comenzado a sincerar la coexistencia de pueblos originarios en su territorio nacional.

Y este “reconocimiento” llega luego de las obstinadas reivindicaciones de las multitudes originarias, las cuales en buena medida primero tuvieron que auto reconocerse, desvergonzarse, liberarse del peso histórico de las diferentes opresiones padecidas. Hacer la propia realidad a lo largo de estos doscientos años no fue fácil.

La máxima expresión fáctica de estas sujeciones puede ser encontrada en las matanzas de la Conquista del Desierto (Patagonia, 1879) y de Napalpí (Chaco, 1924). La más vergonzosa de las denigraciones se evidencia en la expulsión de Buenos Aires con la cual concluye el Primer Malón de la Paz (1946).

Las humillaciones más inaceptables se ilustran con el trabajo en los obrajes esclavistas y con la confinación a reducciones o a tierras infértiles. El más triste de los destierros en el diario avance de la frontera agrícola de hoy, que es poco menos que mercenario. La indiferencia más nauseabunda se materializa en la negación de una educación verdaderamente intercultural, en cierta forma des-occidentalizada.

Ahora bien, la actual “aceptación” a las gentes milenarias se da en tanto estas constitutivas de la propia Nación, y no como preexistentes por varios milenios a la estructura de sí mismo. Discursivamente se refiere a los pueblos originarios que habitan el suelo argentino, y nunca al país que habita las tierras aborígenes. Como si el intruso fuese el otro, ese silencioso e intrascendente ser moreno que espera (o se le impone) la limosna.

Cinismo y paternalismo se funden en la prolongación del sometimiento. El poder que se ha creído e impuesto como omnímodo busca siempre nuevos caminos para negar derechos plenos y legítimos. Fundamentalmente, sobre territorios tanto los apropiados por él cuanto los heredados del Virreinato. Y sin tierra, la identidad aborigen es cercenada.

¿Qué harán los sujetos primigenios de estas latitudes frente a las pomposas ceremonias del Bicentenario argentino, cuyos promotores se presentan como ingenuos a esta realidad?

Quizá imaginen o sueñen su destino indetenible, en lugar de celebrar la forma en que el hombre occidental cuenta el tiempo, lejos de rememorar solemnes la historia ajena de batallas culturales, militares y económicas que ha sufrido en nombre de la Humanidad y del Progreso.

Es por esto que hoy muchos están en camino. Llevan su voz y su dignidad.

v o l v e r